El derecho a tener derechos
Tarsis.net, 16 de junio de 2022
Muchas cosas han cambiado desde que la informática se popularizó entre los consumidores. Algunos de los cambios han sido técnicos, pero otros, con un alcance aún por determinar, tienen que ver con los derechos de los consumidores a utilizar los productos y servicios por los que han pagado.
Software libre, hardware libre
No es ningún secreto que Tarsis.net apoya a la Free Software Foundation (FSF), a la Electronic Frontier Foundation (EFF) y al software libre. En general se trata de una apuesta por la libertad de creación, de uso y de modificación del hardware y el software que todos utilizamos en el día a día.
Esa libertad ha creado muchas de las herramientas y de las capacidades de que disfrutamos hoy en día: IBM liberó las especificaciones del PC, abriendo la posibilidad de que muchas empresas optaran a su fabricación, abaratando los precios y permitiendo con ello que se desarrollara nuevo hardware y software y muchas personas pudieran aumentar su conocimiento, desarrollarse profesionalmente y satisfacer su curiosidad hacia un campo nuevo; Internet no existiría sin los protocolos TCP/IP, la web o el correo electrónico; no se habrían podido desarrollar las redes sociales, las aplicaciones móviles, las videoconferencias, los juegos en línea o la realidad aumentada sin estándares abiertos a los que muchos desarrolladores y usuarios sacan partido en su comunicación, su trabajo y su tiempo libre. Todo esto y mucho más reposa precisamente en la existencia de un acceso abierto al hardware y al software.
En las últimas semanas hemos firmado también una Carta abierta por el derecho universal a instalar cualquier software en cualquier dispositivo promovida por la Free Software Foundation Europe (FSFE). Esta carta, como indica su título, reclama que, cuando adquirimos un dispositivo, podamos hacer uso y experimentar con él libremente. Hemos pagado por él. Es nuestro. ¿Por qué nadie debería tener la capacidad de impedir, legal o técnicamente, que hagamos lo que queramos con algo que es nuestro? ¿De dónde proviene la legitimidad de que una empresa impida a sus clientes utilizar un dispositivo únicamente como ella decida que deban usarlo?, porque esto no ha sido nunca así. Hasta ahora.
El derecho a reparar
Una faceta de esta nueva situación se ha presentado en los últimos años bajo la demanda creciente de los consumidores de tener legalmente el derecho a reparar sus dispositivos. Algunas marcas –manifiestamente Apple, pero no sólo– impiden que sus clientes puedan hacer algo tan básico y sencillo como cambiar la batería de su teléfono, añadir memoria adicional o interconectar con otros dispositivos excepto por medios aprobados previamente por la marca. Y esta situación puede todavía empeorar si un fabricante decide etiquetar un producto como obsoleto, porque entonces no se hará cargo de la reparación ni permitirá que otros lo hagan.
Derecho a Reparar es un movimiento que está cobrando fuerza tanto en Europa como en los Estados Unidos, donde ciudadanos preocupados por esta limitación de sus derechos y posibilidades exigen cambios legislativos que pongan coto a las demandas abusivas de las empresas que comercializan estos dispositivos.
Estos esfuerzos han dado como resultado que el Parlamento Europeo haya aprobado en 2020 la resolución «Hacia un mercado único más sostenible para las empresas y los consumidores», que aborda éste y otros temas, como la obsolescencia programada, que se consideran abusos por parte de las firmas. Una resolución es sólo una declaración de intenciones, que llama a los estados miembros y al propio Parlamento a desarrollar y poner en práctica leyes que den soporte legal a esas intenciones. Diferentes estados de los Estados Unidos y Canadá han aprobado leyes para el mismo fin.
Las políticas de las marcas que impiden a sus clientes la reparación, modificación y usos de sus productos, que convierten esos dispositivos en cajas negras para ser utilizados únicamente bajo su supervisión, es un giro para peor, ya que se impide la exploración, la innovación y el aprendizaje que, como habíamos visto, los entornos abiertos han creado hasta ahora para beneficio de todos.
No es un libro, no es un álbum de música, no es una película
Otro capítulo diferente es cómo han variado las condiciones con las que se comercializan los contenidos. En el pasado, si comprábamos un libro, ese libro podía regalarse, prestarse o revenderse. Igual podríamos decir de un disco de música o de una película. La editorial que había impreso el libro no tenía la prerrogativa de ir a nuestra casa y quitarnos el libro, simplemente porque sí. En otro tiempo esto habría sido considerado impensable.
Hoy en día la mayoría de las personas «compran» un libro en Amazon para su dispositivo Kindle, pero no es eso lo que hacen en realidad, porque lo que compran no es el libro, sino el derecho parcial a leer ese libro. Es un libro-como-servicio, no un libro como producto. Lo que compras es la lectura, no el objeto. No puedes prestarlo, ni regalarlo ni revenderlo. Y, en lo que sólo puede considerarse una paradoja, en 2009 Amazon se tomó la libertad de borrar de todos los dispositivos Kindle los libros de George Orwell «1984» y «Rebelión en la granja».
Además, esos dispositivos están permanentemente enviando información a sus cuarteles generales sobre nuestro comportamiento, datos personales, conversaciones, preferencias. Usted estuvo de acuerdo con todo eso al hacer clic sobre el botón de aceptación de las condiciones de uso del producto, tan ilegibles como difusas.
Y lo mismo puede decirse de los discos y las películas. Hoy en día las llamadas plataformas condicionan de tal manera los contenidos y su distribución que es difícil, para los que no estamos dispuestos a aceptar esas imposiciones, acceder a contenidos que nos interesan. ¿Cuándo y por qué hemos perdido esos derechos que antes teníamos, pero que no estaban escritos en ningún sitio? ¿Quién nos ha preguntado si estábamos dispuestos? ¿Quién con responsabilidad ha renunciado a defenderlos?
Del dispositivo abierto de uso general a la caja negra de uso restringido
Un PC es un ordenador de uso general, incluidos los ordenadores en formato tarjeta, como Arduino o Raspberry Pi. A lo largo de los años los dispositivos de computación de uso general han permitido que en Tarsis.net hayamos reutilizado ordenadores para, utilizando software libre y hardware compatible, dárselos a personas que no disponían de uno, dar una segunda vida a hardware antiguo como servidores auxiliares, crear de ocasión una webcam con capacidad de streaming, fabricar un dispositivo smartTV que no te espía o fabricar nuestro propio thin client. Y hemos podido hacerlo porque existen dispositivos de computación de uso general y software libre, o que podemos desarrollar nosotros mismos, para esos u otros fines.
Pero la tendencia en las últimas décadas ha abandonado la filosofía de que el dispositivo se adapte al usuario, para abrazar la contraria: ahora el usuario tiene que adaptarse a lo que el dispositivo permite o no permite hacer con él. Si compras un iPad el paso del tiempo hará que deje de haber actualizaciones para él, pero Apple ha diseñado el dispositivo para que no se pueda instalar en él otro sistema operativo que permita darle una segunda vida, más abierta, menos limitante.
El sistema operativo Linux se desarrolló en un PC 386 con arquitectura Intel de 32 bits, en el que era posible instalar lo que uno fuera capaz de desarrollar o instalar. No había limitaciones respecto a qué software se pudiera instalar (siempre que estuviera desarrollado para la misma arquitectura del procesador). Hoy en día Linux es el sistema operativo más extendido entre los servidores y es el sistema operativo de 10 de los 10 mayores supercomputadores del mundo. Es gratuito, es libre en su distribución, su desarrollo, su modificación o su configuración, pero nada de eso habría sido posible si el hardware disponible hubiera estado bloqueado, cerrado al desarrollo, la curiosidad y la experimentación.
¿Cómo es posible que en los años 90 el hardware no estuviera diseñado para impedir que fuera utilizado más que como el fabricante considere adecuado y ahora consideremos admisible que sea así? ¿Cuándo, dónde y por qué hemos perdido ese derecho?
Y la lista puede continuar: ¿publicar en Internet o intercambiar mensajes sin estar sometidos al dictado del algoritmo censor de la plataforma?, ¿ver la televisión sin ser espiados?, ¿intercambiar correo electrónico sin que su información sea diseccionada y utilizada para explotarnos comercialmente?, ¿teléfonos móviles que no te permiten desinstalar determinadas aplicaciones o cuyo funcionamiento exige disponer de una cuenta en los servicios del fabricante?, ¿guetos de chat artificialmente cerrados en lugar de ser, como antes, interoperables? Todo esto queda cada vez más lejos no ya de una tecnología concebida como un sueño de comunicación y compartición de conocimiento, sino de una tecnología que existió hace no tanto tiempo.
Pero la tendencia que es fácil de observar en las últimas décadas ha sido no hacia la liberalización y descentralización de la tecnología, sino hacia su feudalización. El hardware, el software y los servicios pasan por los nuevos señores feudales, y nuestros derechos de uso pasan siempre por su intermediación. El papel tecnológico que nos han asignado es el de siervos. Tristemente los mayores responsables de las crecientes limitaciones no son sólo los grandes proveedores de contenidos, sino los propios geeks que en un tiempo formaron parte de un movimiento que propugnaba la tecnología como una vía hacia una mayor libertad y a una expansión de la comunicación y el conocimiento.
¿A quién sirve la desaparición de nuestros derechos y posibilidades? No a nosotros, eso seguro. Recuérdelo cuando tome decisiones que afecten a la elección de su tecnología. Salvo que no le importe ser un siervo.